Por Sonia Schott

Durante su reciente encuentro con el nuevo presidente de Corea del Sur, Lee Jae Myung, en La Casa Blanca, el presidente, Donald Trump, expresó su deseo de reunirse con el líder norcoreano, Kim Jong-un, posiblemente este año, en un intento por revitalizar con este país la diplomacia cara a cara de su primer mandato.

«Me gustaría reunirme. Espero con interés reunirme con Kim Jong-un en el futuro oportuno», declaró Trump.

El comentario sirvió para levantar toda clase de expectativas sobre si una segunda cumbre entre Estados Unidos y Corea del Norte pudiera ser una realidad y más aún si serviría para trabajar las diferencias políticas y sobre todo las preocupaciones de seguridad nuclear.

Es bueno recordar que Corea del Norte es una especie de paria internacional, cuyo gobierno está bajo un extenso régimen de sanciones internacionales por su programa de armas nucleares y misiles balísticos, así como por su apoyo militar a Rusia en la guerra contra Ucrania.

Tanto Estados Unidos como Naciones Unidas y la Unión Europea han impuesto sanciones significativas a Corea del Norte, que van desde imponer un embargo y prohibiciones de inversión así como sanciones a las exportaciones de carbón y otros bienes.

Las cumbres como instrumentos de paz

Si tomamos en cuenta que hace poco se produjo una cumbre importante entre el actual líder estadounidense y el presidente de Rusia, Vladimir Putin, en Alaska, con el fin de explorar las posibilidades de un acuerdo de paz entre Rusia y Ucrania, que se encuentran en guerra desde que Moscú comenzó una invasión ilegal en 2022, entonces, la pregunta válida es ¿funcionan las cumbres como instrumentos de paz?

El derecho internacional dice que “una cumbre es una reunión de alto nivel entre altos representantes de Estados, con el propósito de debatir y establecer el rumbo de las naciones sobre temas específicos y complejos de interés común, para forjar consensos internacionales”.

Por ejemplo, la cumbre Trump-Putin en Helsinki, en 2018, se anunció como un hito histórico ya que dos presidentes, uno representando a la superpotencia establecida y el otro, heredero y rival de la Guerra Fría, se reunieron para debatir el destino del orden global, mientras el mundo especulaba sobre el posible resultado: ¿un gran acuerdo, un deshielo en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, quizás incluso un desenlace inesperado?

En realidad, Helsinki, así como muchas otras, formó parte de una historia mucho más antigua.

Echando una mirada atrás, es posible constatar cómo las grandes confrontaciones y reconciliaciones del mundo muchas veces se reducen al encuentro de los líderes adecuados, en el momento oportuno, para aligerar el peso del mundo.

El punto álgido de las cumbres se produjo durante la Guerra Fría, cuando el presidente Ronald Reagan se reunió con su par soviético, Mijaíl Gorbachov, en Ginebra en 1985; ambos iniciaron un diálogo que culminaría con el fin de la carrera armamentística nuclear.

Y aunque al año siguiente, en Reikiavik, estuvieron a punto de acordar la abolición total de las armas nucleares, el objetivo resultó ser demasiado ambicioso; sin embargo, la cumbre en Washington de 1987 dio como resultado el primer acuerdo que eliminaba por completo una categoría de misiles nucleares. Esos encuentros no solo calmaron las tensiones, sino que ayudaron a desmantelar la propia Guerra Fría.

También es cierto que una cumbre no es garantía del éxito y a veces puede producir resultados contraproducentes.

La Cumbre de Viena de 1961, entre el presidente estadounidense John F. Kennedy y el primer ministro soviético, Nikita Khrushchev, estuvo marcada por choques de personalidad y un endurecimiento de posiciones. Fue un encuentro significativo que abrió la puerta a la posterior Crisis de los Misiles de Cuba.

Dos décadas antes, Franklin Roosevelt, Winston Churchill y Joseph Stalin se habían reunido en Yalta para decidir el mundo de la posguerra que significó la división ideológica de Europa definida por la emblemática “cortina de hierro”.

Ahora bien, no todas las cumbres han girado en torno a la rivalidad Este-Oeste. 

En Camp David, en 1978, Jimmy Carter negoció la paz entre el presidente egipcio Anwar Sadat y el líder israelí Menachem Begin, un logro que parecía improbable y que todavía perdura.

En Washington, en 1993, Bill Clinton presidió el histórico apretón de manos entre Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, el punto culminante de los Acuerdos de Oslo.

Igualmente, la visita de Richard Nixon a Moscú en 1972 para una cumbre con Leonid Brezhnev, simbolizó la distensión, mientras que su viaje a Pekín ese mismo año, abrió la puerta a la reintegración de China al orden global.

Hoy en día, en un mundo que sigue convulsionado, las cumbres a menudo han logrado superar su contenido. 

En su momento, la reunión cara a cara entre Donald Trump y el norcoreano Kim Jong Un, incluido un paseo televisivo por la zona desmilitarizada, generó titulares e imágenes, pero pocos resultados sin embargo, abrió un espacio cerrado al diálogo lo que demuestra que, las cumbres siguen siendo importantes porque además revelan el equilibrio de poder, el carácter de los líderes y el estado de la confianza internacional.

 

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